De Crónicas de Moda, plataforma amiga.
Hubo una vez, en el siglo pasado, siglo de la indumentaria moderna, un tiempo de la moda en sincronía con las estaciones. Sus cambios, casi exclusivamente gráficos -hechuras, motivos, colores-, intervenían dos veces al año. La protagonista absoluta de su relato era la señora elegante, y su paisaje social el de la gran burguesía. Tras variadas vicisitudes, algunos de los apellidos, devenidos grandes marcas, de aquellas décadas lejanas, como Chanel, Dior, o Balenciaga, aparecen aún hoy en lo alto de la actualidad, por obra del marketing todopoderoso y gracias al fervor del público consumista y con identidades estéticas irreconocibles y probablemente inaceptables para sus portadores originales, la Mademoiselle y los dos Messieurs.
Luego, a lo largo de los años Sesenta y Setenta, la moda oficial no tardó en reflejar y captar, si bien en general desde la superficialidad de la referencia visual, tanto al feminismo militante que resurgía por entonces como a las diversas facetas políticas y culturales –de izquierda, pacifista, rockera, hippie, marginal, rockera, gay/lesbiana- de la movida joven, que bullía en las grandes ciudades. A la vez, el auge del diseño como elemento distintivo de la modernidad dio impulso a nuevas experiencias visuales, identificadas con una visión Pop neo romántica de la vida contemporánea o bien con un futuro de viajes espaciales, todo en geometrías y efectos Pop Art.
En la realidad común, se impusieron así los looks urbanos sueltos, coloridos, alegres, diferentes o incluso irrespetuosos de lo que hasta allí era aceptado. Lo chic nace siempre de lo nuevo. Quienes, a mi juicio, mejor encarnaron esos años fue una pareja chic y bohemia de luxe, la de Mick yBianca Jagger, la gran estrella del rock en atractiva y ambigua discordia con el modelo masculino por entonces vigente y la belleza latinoamericana auténtica y desafiante.

Mick y Bianca Jagger
La espontaneidad, el aire juvenil, que se esparcieron por la calle iban de par con un interés inédito por la indumentaria como medio de expresión personal, o grupal en el caso de las tribus urbanas. A la concepción elitista de la ropa como signo de distinción, de exclusividad, que había sido hasta allí el hilo conductor del relato, se agregaba así la opción de vestirse como expresión de diferencia, de disenso, de indisciplina, no ya reservada a artistas y marginales, sino accesible a todo el mundo.
La moda se ponía de moda, devenida placer democrático, ocasión, cotidiana si se deseaba, de fantasía, de glamour, de actuación de roles. Ya no había una moda sino muchas. Los tiempos del vestir iban multiplicándose.
Pero para que el concepto mismo de moda se expandiera ya sin límites, hizo falta que en los años Ochenta coincidieran dos corrientes opuestas: una, en el prêt-à-porter, con raíces en el mundo del diseño internacional, y aspiraciones artísticas e intelectuales, y la otra,en el área de la moda masiva, global y popular, expresando un nuevo fenómeno social: la práctica de la cultura física como marcador de estilo. El vestuario de entrenamiento sedujo de inmediato a un público que en materia de vestido se reveló inclinado por sobre todo otro valor a la funcionalidad propia del conciso catálogo atlético. El paso de los conjuntos prácticos y confortables y de fácil mantenimiento de las salas y pistas de entrenamiento al resto de los espacios públicos fue progresivo pero inexorable. Para acortar una larga historia digamos que en 2018 la megamarca Nike facturó 39 mil millones de dólares.
Por su parte, en el mismo período, Chanel, la marca de moda más lucrativa, declaró poco más de 11 mil millones en ventas de prendas, accesorios y cosméticos.

Chanel - Otoño / Invierno 1988-1989
Pero volviendo a los 80, cuando Karl Lagerfeld desembarcaba en Chanel y Michael Jordan en Nike, en el ámbito de la moda de alto vuelo, el impulso creativo renovador y definitorio llegó a Europa desde Japón.
Ya en 1973, Issey Miyake, había creado una suerte de shock con su primera colección presentada en París, y luego a cada una de las que la siguieron, donde proponía una relación inédita entre las prendas y el cuerpo al que, cubriendo o envolviendo, daban entera libertad. Poco antes, Kenzo Takada había comenzado a imponer su revisión multicolor y multiétnica del repertorio clásico.
En los Ochenta, entonces, Rei Kawakubo, con Comme Des Garçons, y Yohji Yamamoto, ambos ya bien establecidos en su país, irrumpieron a su vez en las pasarelas de la capital de la moda, de negro total y decididamente vanguardistas, en sus drásticos tratamientos de la silueta occidental. Suscitaron burlas y polémicas, pero sus modas cerebrales, junto a la de Miyake, su opuesto complementario, alegre y liberadora, estaban destinadas a marcar las décadas siguientes.
En aquellos mismos años, intensos, apretados, en una burbuja de la moda que pronto pareció sobrepoblada, la creatividad japonesa convivió, sin competir, dados los contrastes obvios, con otras estéticas marcadoras, también diversas entre sí, como las de Giorgio Armani, Jean Paul Gaultier, Gianni Versace, Claude Montana, Thierry Mugler, Azzedine Alaïa, Calvin Klein, Ralph Lauren, Vivienne Westwood, o la caleidoscópica del Chanel de Karl.
Las vidrieras derramaban posibilidades, los días de las semanas de la moda se hacían larguísimos a fuerza de incorporar desfiles, y el clink caja era el hit del verano y del otoño-invierno. Atendiendo todo tipo de gustos, incluido aquel que hasta allí se consideraba malo, la moda se fragmentó y sus tiempos comenzaron a acelerarse. Se llenaron las aulas de las escuelas y academias del rubro. Y desde la Casa Blanca, Nancy Reagan, símbolo al servicio del modelo neoliberal que su marido Ronald implementaba, promocionaba la moda top of the market de su país, con atuendos de Adolfo, traductor del tailleur Chanel al gusto californiano, James Galanos, gran couturier, Oscar de la Renta y Carolina Herrera.
Los protagonistas del momento en términos de estilos componen un grupo explosivo: el punk, el glam, David Bowie, Madonna, la Princesa Diana y, last but not least, Christian Lacroix, cuya alta costura barroca y aturdidora, lujosa y vistosa y nada más, vistió mejor que ninguna otra la implantación del poder neoliberal.

Pleats Please Issey Miyake en 1993. Fotografía: Phillippe Brazil
La omnipresencia de la moda que constatamos hoy en la vida cotidiana, en los intercambios sociales y en la cultura comenzó a tomar forma y volumen en los años Noventa, cuando el capitalismo financiero descubrió la profusión de posibilidades mercantiles que había en ella. Gradualmente, desde entonces, la moda fue invadiendo con sus conceptos y con sus productos los espacios sociales de gran parte del planeta, si no todo, y las mentes de unos cuantos billones de sus habitantes, dando cabida a todas las formas del vestir, a todos los gustos, influyendo sobre todas las categorías de consumo y todas las clases.
Lejos de tratarse de un fenómeno espontáneo, fue una calculada estrategia corporativa, que llevó a la conformación de los monumentales conglomerados del lujo, en primer lugar LMVH y Kering, que, como entidades feudales, en conflicto entre sí por la primacía, dominan el mercado desde sus alturas y han cambiado la faz de la moda desde adentro, en sus estructuras mismas. La parte de la creación aparece hoy enteramente subordinada a los imperativos del marketing. El 75% de las novedades ofrecidas al público son accesorios, zapatos, carteras, anteojos, gorras y gorros, bijoux, cosméticos y, colmo del cinismo comercial, zapatillas, jeans y camisetas con logo.
En paralelo, en estos mismos treinta últimos años, el otro factor decisivo en la difusión de los hechos de la moda fue, con creciente importancia, la Internet, donde los valores de exclusividad y exquisitez, refinamiento, elegancia y también audacia, fundadores de la moda tal como la conocimos, no reditúan en absoluto.
Por cierto, las glorias del pasado tienen sus séquitos de devotos pero ¿qué son frente a los millones de fans de los shows de Fenty, la marca de la ubicua megaestrella Rihanna, bajo el paraguas de LVMH?
La exigencia corporativa aceleró los tiempos de la moda, en abierta competencia con las megaempresas de la vereda de enfrente, las de moda rápida, que renovaban sus percheros cada seis semanas. El lujo respondió con la promoción mediática de las hasta allí colecciones suplementarias, destinadas a un púbico selecto, de Pre-Fall, anticipo de la moda otoño-invierno, y Resort, es decir prendas balnearias, para quienes escapan del invierno boreal hacia climas más gratos.
El frenesí de este nuevo calendario cobró sus víctimas -literalmente en el caso de Alexander McQueen, en el ápice de su carrera. Y disminuyó la calidad y el vuelo creativo de los estudios de diseño.
En un significativo vuelco de roles, los CEOs -hombres todos- de las grandes empresas asumen públicamente el rol conductor, y el estelar también, mientras las figuras centrales, incluidos personajes mitificados como John Galliano, duran en sus puestos siempre que se muestren excelentes empleados. Han quitado de la escena innovadorxs tan notables como Jil Sander y Helmut Lang, opuestos a negociar su autonomía creativa por unos dolares más y la docilidad.
Ojalá que la década en la que entramos sea aquella en la que salgamos del sistema de la moda y sus corsés comerciales.

Cecilia Gadea. Fotografía: Agustina Gavagnin.
Que sea el tiempo de quienes practican una moda independiente, según sus agendas propias. Diseñadorxs y clientelas en perfecta sinfonía, proponiendo y vistiendo prendas duraderas, compañeras, producidas según los códigos en evolución de la moda responsable. No hace falta dar la vuelta al mundo para encontrarles. Están aquí en la otra cuadra, las propuestas etéreas en sedas pintadas a mano de Fabrics of Colours, las incesantes recuperaciones neo románticas de Somos Dacal, la sofisticación en lanas suntuosas, garantizadas de producción animal-friendly, de Maydi, las sabias audacias de Vicki Otero, las sutiles labores ornamentales de Cecilia Gadea, los serenos, despojados hallazgos de indumentaria sin género ni tallas de Lucía Chain, la búsqueda permanente de soluciones éticas y estéticas siempre justas de Quier, el emprendimiento de Silvia Querede y Noeli Gómez, autoras todas ellas de prendas que responden a un solo tiempo, el de la vida.

Vicki Otero. Fotografía: Agustina Gavagnin.